Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

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domingo, 2 de octubre de 2011

"Elogio de todo lo que se mueve": Un artículo de Trapiello

"Un día los autómatas actuarán por su cuenta y los espantapájaros caminarán. Tal vez. Pero por suerte nos quedan, hoy por hoy, las revolanderas. Son pocas, tal vez, pero nos recuerdan que pensar es moverse", escribe Trapiello en La Vanguardia.

En Extremadura, llaman revolanderas "a los artilugios variopintos que fijos en un punto aspean los brazos incansablemente".

Reproduzco aquí el citado artículo de Trapiello:

ELOGIO DE TODO LO QUE SE MUEVE

Por Andrés Trapiello ("Magazine" -La Vanguardia-, 22/09/2011)


Hablábamos un día de cómo se parecían algunos de nuestros políticos a los autómatas, esos muñecos que se idearon desde la antigüedad para hipnótico asombro de las gentes. No es menor el embeleso que a todos nos producen los espantapájaros, y acaso por ello los agrarios que los ponen en sus tierras para ahuyentar a los pájaros y evitar el esquilme de sus campos los fabrican con tanto esmero. Cuánta delicadeza vemos en sus harapos negros y sombreros raídos, y cuánto realismo, porque de lejos no hay un espantapájaros que no se parezca algo, y aun mucho, al alma de cada uno de nosotros. Y si los autómatas nos inquietan y admiran porque se mueven, los espantapájaros mueven nuestra piedad por lo contrario, por saberlos hincados en el suelo, eternamente inmóviles, viendo que todo en la tierra se mueve menos ellos, bestias, hombres, cosechas, estaciones, aves, astros.

Hijos de autómatas y espantapájaros son las revolanderas. Así llaman en Extremadura a los artilugios variopintos que fijos en un punto aspean los brazos incansablemente. La pajarita de papel, movida por el viento, es, claro, la más conocida, pero la clásica por antonomasia es la que se hace con un par de cañas de miajón. A diferencia de la cañaheja en la que guardaba las monedas de oro uno de los hombres a los que juzgó Sancho en su isla Barataria, la caña de miajón tiene como un tuétano (esto creo que significa miajón en castúo), imprescindible para fabricar los rudimentos que harán girar uno de sus brazos. Más que asustar así a los pájaros, cierto, nos admira a los demás. Cada vez hay menos cañas y, lo que es peor, menos gente que sepa industriar revolanderas, con su aspecto rudimentario y leonardesco. Pero sigue habiendo cosechas y sigue habiendo pájaros y la necesidad de alejarlos. Así que el hombre ha seguido haciendo revolanderas a veces elementales, y, diríamos, poco sostenibles: CD colgados de las ramas, viejas cintas de casete y el último y acaso más insólito artilugio de todos, hecho a partir de los envases de plástico de Fanta o de Coca-Cola. Mediante cortes oportunos en su vientre se sacan cuatro aletas a modo de ventanas. A continuación se le rebana la base y se espeta la botella en un palo, que servirá de eje, y el viento hará el resto: la botella no dejará de girar, y el movimiento redimirá en parte al plástico de su congénita e insolente fealdad en medio de la naturaleza.

Entramos en una época electoral en la que los políticos no dejarán de moverse y, pese a ello, no lograrán evitar que algunos nos recuerden a los muñecos autómatas: esclavos de sí mismos y además... parados, sin ideas nuevas, sin pilas. Otras gentes seguirán concentrándose en las plazas de nuestras ciudades y pueblos. Estas nos dan a muchos la impresión de ser, por el contrario, los que verdaderamente están vivos, dándole vueltas a los viejos problemas, tratando de mover su imaginación para alejar en lo posible las bandadas de buitres, corruptos, especuladores... Un día los autómatas actuarán por su cuenta y los espantapájaros caminarán. Tal vez. Pero por suerte nos quedan, hoy por hoy, las revolanderas. Son pocas, tal vez, pero nos recuerdan que pensar es moverse.

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