Bitácora de Héctor Acebo, poeta, periodista cultural y doctor en Periodismo

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jueves, 27 de octubre de 2011

"Vitorio Lence": Otra semblanza de Cunqueiro

VITORIO LENCE

Como regresó de Cuba con un panamá, reloj con cadena de oro, anteojos para leer el periódico y hablando castellano, comenzaron a darle el don, don Vitorio Lence. Tendría sus cuarenta y cinco años, más de mediana estatura, el pelo arrubiado y rizo, y era muy amable conversador. Empezó a dar consejos a los vecinos enfermos, los cuales sanaban si atendían a sus instrucciones. Don Vitorio Lence aseguraba que en Santiago de Cuba había aprendido ciencia médica con un sabio negro.

—Aquí levantan la paletilla —decía—, pero en Cuba levantaban el aliento.

Don Vitorio Lence levantaba el aliento a sus vecinos enfermos, y también acertaba con las vacas y los cerdos. No cobraba nada, acudía siempre que lo llamaban, y era muy apreciado. Un día lo llamaron para que viese al sacristán de Pol, que tenía un cólico. Don Vitorio Lence le tomó el pulso y le dijo:

—Estás mal, pero yo puedo curarte, que tengo fuerza medicinal para ello, pero para pasártela, tengo que ponerme desnudo y tú también.

Don Vitorio Lence se desnudó y se puso a los pies de la cama del sacristán, haciendo con las manos pases en el aire. Terminada la sesión, recetó una infusión de flor de tojo. Al sacristán le pasó el cólico, y nunca más volvió a tener otro. El caso fue muy comentado. Hubo muchos enfermos a los que don Vitorio Lence curó desnudándose ante ellos para que de su cuerpo saliesen con facilidad las virtudes curativas. Muy respetuoso, antes de desnudarse pedía a las señoras que cerrasen los ojos. A veces explicaba que si hubiese la instalación adecuada, que podía probar que tenía en su cuerpo corriente eléctrica suficiente para encender una bombilla de cuarenta.

Una tarde de invierno lo llamaron para que fuese al pazo de Meza, que la más joven de las señoritas estaba muy mal. Un médico había dicho que era cosa de estómago y otro que tenía mal el hígado. El caso es que estaba muy mal. Era la más joven de las tres hermanas solteronas, y aún estaba de buen ver. Pasaba el día bordando, cuidando las flores y tocaba algo el piano. Don Vitorio Lence aseguró que aquel era precisamente uno de los casos en los que no tenía más remedio que desnudarse. Las tres hermanas celebraron sesión en el comedor de la casa, y decidieron que lo más importante en esta vida es la salud y que un desnudo de hombre tomado como medicina, que no suponía deshonestidad. ¡Si vivieran sus padres y lo vieran! Pero los tiempos cambiaban y las ciencias adelantaban. Don Vitorio Lence se desnudó a los pies de la cama de la señorita Delia, hizo los pases de rigor, le frotó los pies, y finalmente, dándole un beso en uno de ellos, le dijo:

—¡Ya está usted curada!

Lo que estaba era mejorada, pero de vez en cuando le venían los dolores y unos sofocos, y había que llamar de nuevo a don Vitorio Lence. Un día don Vitorio les dijo a las hermanas:

—Para una curación completa, no hay más solución que el cuerpo a cuerpo. Y como se trata de una señorita muy decente, no tengo inconveniente en sacrificarme y pasar al matrimonio.

Y como la salud es lo más importante en esta vida, doña Delia se casó con don Vitorio, y con el matrimonio curó del todo. Por pedido de su mujer, don Vitorio se retiró de la medicina de señoras, y últimamente se dedicaba al ganado, lo que no le obligaba a desnudarse.

Álvaro Cunqueiro, Las historias gallegas

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